22.12.11

Lo mejor es no enamorarse de un hombre que escribe

Lo mejor es no enamorarse de un hombre que escribe. Lo óptimo es ligonearse a uno que, de preferencia, no opte por ningún arte; todavía más velozmente habrá que mantenerse alejada de músicos, o peor aún, músicos poetas. Seguro es encontrarse a un gerente de banco o cualquier otra cosa que no implique más que la sensibilidad de una ostra cocida, en una noche en la que tus amigas y tú van a bailar, de preferencia ritmos tropicales. Sedúcelo con algunos movimientos de cadera que dejen sospechar que eres buena en la cama, pero no demasiado. Hazte la difícil por una temporada; lo suficiente como para que no crea que eres una fácil pero no tanto que le seas imposible. Nunca discutas profundamente sobre la política que expreses opiniones más inteligentes que las del noticiario. Ni se te ocurra mencionar que ganas más dinero que él en tu profesión ridícula de humanista. O que eres feliz en tu trabajo. Hazle saber que es un hombre fuerte y que necesitas de su protección de vez en cuando, y que aunque parece lo contrario tu sueño es la estabilidad de una casa con jardín y algunos chiquillos retozando, claro, después de que han terminado sus labores escolares. Cásate de blanco, conquista a su familia con relucientes valores morales. Enfrenta las dificultades de la vida cotidiana evadiéndote con la tele, pero nada de documentales o entrevistas a escritores. Sé la mejor madre. Alcánzale una corbata que combina mejor con el traje de los jueves. Prepara la botana de los domingos de fútbol. Controla tus impulsos bovaricescos de ponerle el cuerno con algún amigo ex amante que sí va a las librerías por gusto. Reúne a tus nietos en las navidades y bautizos. Enviudece grácilmente cuando el hombre que no escribe muera finalmente de un infarto a causa del exceso de colesterol y estrés habituales.
Porque si a pesar de todas las advertencias –especialmente de tu familia, cuando sepan que algo tramas con ese “bueno para nada” sensiblón, y peor aún, pobretón– te enamoras de un hombre que escribe, ya ni mencionar si escribe poesía, y en los tiempos que corren en los que ya nadie la lee y mucho menos compone sonetos –argumento que él defenderá como que por supuesto la poesía está en otra parte, que quién quiere medir sílabas y construir grandilocuentes hipérbaton que no hablan de violencia, el amor en la posmodernidad o mejor, encuentros sexuales no convencionales– acabarás viviendo de sobras y demandas: El hombre que escribe dedicará acaso unos instantes para cogerte, –y de qué manera– para luego reanudar su actividad tan demandante. A veces escribirá poemas sobre tu espalda desnuda. Entablarás luchas eternas cuando trates de empatar con la vida cotidiana; la casa estará hecha un cochinero, permanentemente habrás de vaciar los ceniceros desbordantes y recogerás botellas de los lugares menos esperados. Por supuesto, el refri vacío, con excepción de lagunas cervezas. Un hombre que escribe no baila, así que vete olvidando de todos esos lugares a los que solías ir a divertirte. Si acaso hubiera dinero para ir al cine, prepárate para ver una película que te causará mareos y una angustia terrible. Él te tomará de la mano y apreciará tu sensibilidad explicándote el mundo a partir de los ojos de un mendigo. Tú entenderás en ese momento que serías capaz de ponerte la manzana en la cabeza si te lo pidiera.
Sin embargo, a pesar de que a veces llegue a parecerlo, nunca serás su musa; ella será una de dos: una ex amante por la que descubrió sus habilidades literarias o de plano, la mera poesía –es decir, algo tan abstracto y perfecto que acabarás dándote por bien servida cuando, de vez en vez, te lea un poema con rastros de amor que seguramente solo tú intentarás desmenuzar.
Huye, huye del hombre de gesto adusto, pluma en mano, sin mirar atrás; antes de que te conviertan en estatua de mármol o de desperdicios reciclados.

3.12.11

Quinteto para piano en Sol menor -Preludio, Dimitri Shostakovich. La patinadora.

El frío sonroja sus mejillas. La sensación en cualquier otra circunstancia sería desagradable. Pero aquí se agradece. El cuello, los brazos, las piernas se alargan. La pequeñísima faldita se ondula a la voluntad del viento, como una bandera, que ella misma provoca al describir una curva que parece infinita mientras toma la cuchilla del patín derecho con la mano izquierda sobre su cabeza. Baja el pie y en un santiamén ya está girando, creando la ilusión de un ocho alargado. Por su mente suceden secuencias de notas, de saltos, de recuerdos del olor a humedad y palomitas de la primera pista en la que cayó en la cuenta que patinando era el único momento de soledad que verdaderamente añoraba. La superficie blanca no oponía ninguna resistencia, por el contrario, se ofrecía toda a recorrerla entre ángeles, entrecruces y movimientos dramáticos de las manos que ha aprendido tan bien en sus clases de ballet complementarias. Una coreografía melancólica pero juguetona. Eso es patinar en hielo, al final de cuentas. El calor de los músculos respondiendo a los movimientos ensayados, el fuego de las entrañas expandiéndose a través de los nervios oponiéndose rotundamente a la tristeza que acompaña el invierno de lagos congelados, de miradas nostálgicas a través de una ventana. La libertad no se entiende hasta que se recorre una pista deslizándose a toda velocidad, adueñándose del cuerpo mismo, del aire que lo circunda, de las notas al piano. El corazón conquistado por una misma.

27.10.11

Allemande, J. S. Bach. Sensaciones de la corte medieval.

Un roce de terciopelo. Las cuerdas de un laudero cotidiano. Olor a tierra aplastada por los pasos ágiles de unas monjas que, queriendo lo contrario, llaman la atención de los transeúntes. El rostro pálido y cautivo de una doncella que se asoma por una ventana abierta. Las gotitas de zumo a contraluz de una naranja exprimida combatiendo con el olor de la cebolla en la cocina llena de plumas del pato de la cena. Un jardín de lavanda entre los muros gruesos que encierran la ciencia y el misticismo. La piel sudorosa del caballo exhausto de la cacería. El mandil del herrero que resiste las gotas de cerveza derramadas a causa de alegres improperios lo mismo que el calor de la forja. El silencio en el que se sumerge la dama penitente al entrar a la catedral es igual al del niño amamantado en plena calle, a un lado del puesto de manzanas. El olor a humedad de los tejados. Un par de labios rozados por un primer amante. La costra del pan y la grasa del jamón dispuestos en la taberna a no ser desdeñados. Un saludo cortés entre dos peregrinos por la mañana. Un atardecer en la campiña de septiembre, amarilla. Una sortija de rubíes perdida. La risa de los niños que atienden al titiritero cansado de excomulgar. Los leños crispando en el hogar del señor arruinado...

29.9.11

Mefisto Waltz No. 1. Franz Liszt. Enamorarse es un infierno de celos.

Yo la amo. De eso no cabe duda. La amo más que nadie la podrá amar nunca. Nunca se esperó que alguien la llegara amar así, por eso teme, por eso huye, se me escabulle de entre los brazos para serme infiel con el café matutino mientras cree que duermo, con el libro que lee intensamente desde hace unas horas; hasta con el maldito cigarro que fuma –toca más sus labios que yo, eso es seguro. No necesito tenerla cerca todo el tiempo, pero muero por verla cuando la rutina nos separa, cuando está con alguien más, apartándome de sus pensamientos, alejándome brutalmente; cuando nadie más la escucha como yo, como si cada palabra que pronuncia esa boca que debería estar consagrada a llamarme fuera una auténtica verdad revelada por primera vez en la historia de la humanidad, cuando sus ojos –esos ojos que reflejan mi rostro justo antes de besarla– se pasean por los paisajes que recorre a diario lejos de mí; cuando pasa la tarde a la espera de alguien que la hará reír, con esa risa que llena mis oídos cada domingo soleado, que resuena en las paredes de mi casa cuando la ataco con mis dedos que buscan esas explosiones de alegría que yo mismo recuperé de su alma perdida, cuando la encontré desconsolada y sin saber cómo reír; para que otros vengan y cosechen lo que yo he sembrado pacientemente. Yo la amo, y sé que ella me ama, aunque nunca lo dice, aunque a veces vislumbro su soledad inescrutable cuando calla y mira al vacío, aunque a veces no responde cuando la llamo, aunque a veces se lo digo y ella prefiere hablar de la película que pasarán en el cine, aunque no sea su primer amor, ni su gran amor, ni el amor de su vida; me ama, de eso cabe toda duda.

14.8.11

Open spaces, Jonny Greenwood. The desert murderer.

The sky is infinite blue. Clouds are there only to round off the mockery of everything that is outside whenever a whitish trace can be seen up high, almost as if it was out the atmosphere. Heat is not longer an issue but the thirst. I know I have been walking around in circles. In fact, I don’t even know if I want to get somewhere. Perhaps oblivion. But, then, a sudden pleasure arises when I think of meat, better say flesh, being torn at a sharpless steel blade, guided by the power of my hand, my arm, all my muscles, my soul – if there is one.
A woman's perfect, young skin ripping into two reveals what is true, the only truth. The surprise is warmly received by a fountain of thick red liquid, as if the body had been separated from everything, and the only way to express itself was to produce some kind of fluid.
I, on the other hand, am absolutely dry, though I am still sweating, and with blood in my veins – I can feel it specially running inside my head, pounding, hammering the sides of my forehead. It seems I have gained some kind of power which drifts me apart from all human need, yet the thirst pricks me up from the back of my head, and I am to answer the impulse to create a source to quench my craving.
Now, I will turn into dry, red sand, and will be blown away like a scab which wouldn't heal, dry and thirsty, like the desert which conceals in the open all the urges no one will confess.

8.8.11

Nocturno 1, Chopin. La señora de las medias de seda.

La luz naranja del atardecer entra en línea directa por la ventana de la recámara; sin embargo, su espesor lo inunda todo, calienta la madera que intensifica su aroma y se mezcla con los jazmines tempranos de mi perfume. Las partículas de polvo, lejos de ser molestas, hoy son parte de la belleza de este momento. Semidesnudez. Es así como nos encontramos ahora, por suerte. Muchos han tenido que enfrentarse, completamente desnudos, a su destino fatal. Ni siquiera hablo de ropa. ¿Cuántas personas serán capaces de verse a sí mismos tal como son, así, desnudos? Hoy, más que nunca, el mundo voltea la mirada, no por pudor, sino vergüenza auténtica.
Mi rutina era simple, pero elaborada y absolutamente constante. Retocar el peinado, cuando no tocaba la usual visita al salón. Tratar de quitar un poco del olor a humano que nos recuerda nuestro apego a este cuerpo que así, es lamentable. El perfume que con sólo un par de gotas duraría varias horas, sublimando lo que la feminidad debe resaltar: cuello alargado, pechos turgentes, entrepierna recóndita. Lencería hecha a la medida, de los mejores materiales. Ah, y las medias de seda ajustadas con el liguero. Vestido, tocado, zapatos y guantes. Un poco de colorete para esos días pálidos que agonizaban entre conciertos y cenas importantes.
Tuve un marido. Murió al poco tiempo que comenzara esta guerra absurda. Creo que todas lo son. Hasta es absurdo decirlo. Gustaba desvestirme con aún más cuidado del que yo ponía al ataviarme, como si fuese un ritual innecesario pero que mantenía la civilidad de los encuentros íntimos. Civilidad que ahora también se ha perdido, junto con la ilusión de esa intimidad que se posa alrededor de dos amantes abrazados, solos, sudorosos y que, sin tener encima más que una sabana, se sienten más arropados que con las mejores pieles que llegué a poseer.
Tal vez si hoy recuperara alguna de esas medias, de esas pieles, sentiría que recupero la dignidad de señora que alguna vez fui. Tapar de la mejor forma esta vergüenza, que a la luz del atardecer se hace un poco más soportable al reconocer en el horizonte un anochecer largo y silencioso en que, al fin, podemos no mirarnos a los ojos, hacer como que no vemos, como al inicio de este desastre que ha traído la ruina de esta ciudad, de este país, de la humanidad, de mí misma.

Leipzig, Mayo de 1945.

26.7.11

Del alba al mediodía en La mar, de Debussy

Un muchacho, casi un niño despierta en la madrugada. El cabello despeinado, la recámara todavía llena de juguetes hechos a mano, cosas de poca importancia pero de enormísimo valor. Se asoma por la ventana, las estrellas brillan claras en el cielo. Hay algunas constelaciones que ya reconoce; Orión, por ejemplo. Se levanta de un brinco y, sin quitarse la pijama, se pone el grueso suéter de lana, los pantalones y las botas. Comienza a dar de vueltas por la casa. Sube y baja las escaleras empacando los últimos objetos imprescindibles. Se prepara un sándwich. Mientras lo muerde con fervor –todos los muchachos muerden con fervor el primer alimento de la mañana– se pone la gorra y el impermeable. Sale de su casa primero corriendo y, mientras se acerca al muelle, va adquiriendo conciencia de su alrededor, del aire fresco olor a pescado, pero pescado vivo, de algas y de sal.
El bote se divisa a como un pequeño monstruo amigable. El sonido de sus pasos sobre las maderas del muelle lo despiertan por completo a esa nueva vida. Saluda al resto de la tripulación, ahora es uno de ellos. A bordo, todos ya han comenzado sus labores, listos para zarpar. Él corre de un lado a otro cargando cuerdas, siguiendo instrucciones. El bote comienza a alejarse de tierra. El motor de la embarcación hace un ruido constante, su corazón comienza a querer salírsele del pecho. Casi no se sienten las olas, es como si se deslizara sobre el agua. Un grupo de aves parece competir con la embarcación, cruzando el cielo en el que ya se divisa un tono rosado.
El chico se asoma a babor. Corre hacia la proa, el gran gigante amarillo se comienza a divisar en el horizonte de expectativas, que anuncia un nuevo día, mientras aprueba la iniciación del ahora hombre que entorna los ojos en la proa del barco pesquero, con esa mirada –esa mirada que se ha asomado al infinito– que enmarca los pensamientos insoldables de un marinero.

25.7.11

7a. de Beethoven, 2o. movimiento

Con una sola nota baja comienzan los alientos respetables. Luego, la marcha. No hablo de la clasificación de una pieza como marcha, sino como la puesta en movimiento.
Un bosque europeo -austriaco, por obvia referencia- en un atardecer en el que languidece -languidecer, buena palabra para contextualizar el romanticismo- el verano. El verde de la hierba como alfombra de unos gigantes de negras piernas que, a lo alto, se pierden en el gris de la niebla.
Aparecen, marchando -o caminando con solemne paso- unas figuras oscuras a una distancia no tan corta. Podría ser un cortejo fúnebre. El propósito desmerece al no cargar ningún ataúd. Todo parece quedarse inmóvil ante la escena, ni una hoja se mueve de lugar.
Repentinamente aparece una doncella -otra palabra romántica- cabalgando un corcel negro. El cabello rojizo flota por la velocidad; las mejillas rosadas se encarnan mientras resisten el viento frío que las ataca. Ahuyenta el cortejo que abre paso, como cuervos asustadizos, sorprendido, de aquella visión inaudita.
Se reacomodan los ropajes y los sombreros al alejarse la negra figura, mientras corcel y doncella desaparecen en la niebla. En esos bosques, tales encuentros no son raros, pero siempre extraordinarios.
El grupo continúa su marcha, alejándose en un horizonte no tan lontano, mientras el bosque reanuda su aleteo leve de hojas e insectos.

18.2.11

Relatividad

El tiempo es ese traidor que se escurre lento a mis espaldas, sin calcetines. Cuando volteo, ha pasado, y languidezco entre esperas y demoras enumerando nostalgias del futuro cuyo horizonte cada vez está más cerca, entre más lejos lo mire.

11.2.11

Auténtica Gramática para Misántropos.

Misántropo. Es aquél que, después de admirarse largamente -y aprobar casi
todo sobre sí mismo- encuentra que el resto de la humanidad a), es aburrida en
comparación con su inteligencia audaz y veloz; b), no podría enseñarle algo que
no supiera de antemano o cuando menos sospechara, o que le fuera útil de algún
modo; c), no es necesaria en función de sus actividades y anhelos cotidianos;
d), es de aspiraciones cortas o banas, y por lo tanto de puntos de vista vacuos,
superficiales o inexistentes; y e), en general aparenta ser más
feliz
pero porque vive engañada.

Así es que la Auténtica Gramática ha eliminado, por considerar innecesaria cualquier explicación y uso de esos elementos que la lengua empleada por un misántropo verdadero jamás echará mano, por ejemplo, la conjugación de los verbos en la primera persona del plural -es decir, nosotros-, la segunda tanto del singular como el plural -excepto en el modo imperativo, especialmente en los restaurantes- y la tercera del singular -él, ella, eso, usted.
Así pues, prácticamente se podría resumir que las conjugaciones estrictamente necesarias son la primera persona del singular -yo considero, opino, digo, juzgo- y la tercera del plural -ellos, pobres bastardos.
No será necesario incluir aquellos adjetivos para describir personas tampoco, porque el auténtico misántropo sabe cómo es y sus cualidades, aunque excelentemente descritas, siempre serán menospreciadas por los demás. Por si fuera poco, es totalmente irrelevante querer enumerar las cualidades de otros -acaso solamente con el propósito de enfatizar alguna carencia intelectual.

5.1.11

Blog, again

Este año se tratará de escribir y leer, luego volver a escribir y volver a leer. Cuando me aburra, daré unas cuantas clases y enderezaré todos los demás aspectos de mi vida que necesitan atención urgente. Y si aún me sobra tiempo, haré lo que tengo que hacer. Lo bueno es que escribir en este blog está contemplado como actividad que encaja perfectamente en todas esas jerarquías. Y leer los blogs de los demás, también. Así, me doy un abrazo de bienvenida de nuevo a mi blog, y al de los demás que leo y comento. Un abrazo también para tí, querido lector. Que tengas un año publicable en blog.