8.3.10

Mon amour

Como una típica historia de amor bourjois, lo conocí en los Champs Elyseés, después de la obligada visita al Arco del Triunfo. Paris no es mi ciudad; estaba allí, sola, por primera vez y lo único que me interesaba, realmente, era lo que tenía que ofrecer a la vista que no fuera nativo, sino arrebatado de otras naciones: las pinturas en el Louvre, los africanos patinando afuera de Notre Dame, la ropa de la musulmana en el metro, los italianos que comían junto a mi mesa mientras gritaban, la mujer sofisticada que paseaba el típico perrito diminuto que probablemente fuera japonesa. De Francia, como tal, lo único que me había cautivado era la sopa de cebolla y el cabernet sauvignon que tomé antes de subir al Arco. El sol se había puesto, y la gente caminaba en medio de los cafés y el barullo. Entré a Ladureé, una pastelería y restaurante que me habían recomendado. Al principio no lo noté, sólo estaba pensando en que, de comer allí, tendría que cancelar el resto del viaje por falta de fondos; tal era la suntuosidad de la decoración art noveau verde pálido del techo, las paredes y los aparadores donde exhibían los pastelillos. Las jóvenes que despachaban parecían vestidas a propósito de la servidumbre victoriana, y la anfitriona del restaurante me miraba con la altivez, la rigidez y el peinado de una institutriz de la misma época. Todo tenía un destello dorado. Me tomé mi tiempo. Si de cualquier manera me iba a costar caro, tenía el derecho a pasar mis ojos por todas las cosas que allí estuvieran. Así nomás, como el amor en la secundaria, como aquellos romances virtuales que cualquier adolescente sostiene con algún turista extranjero que se encuentra a la salida del baño del Sanborns de Coyoacán, lo vi. No estaba allí esperando a nadie, como quien tiene la seguridad de que de todos los posibles candidatos en el salón lleno de gente interesante, atractiva, él sería la opción elegida. No decía nada, sólo estaba quieto, incluso apacible. Por supuesto que a la distancia a la que me encontraba era imposible percibir su aroma, pero yo sabía que de olerlo, la seducción sería irresistible; poseía la belleza que tienen las cosas a las que se les dedica tiempo, y mucho amor. El deseo fue en aumento cuando imaginé el tiempo que podría pasar con él, desmenuzándolo, removiendo todas las capas que escondían el misterio de su esencia, el placer que ello me provocaría. Me acerqué a él y sin muchos preámbulos, nos dirigimos al hotel en el que me hospedaba en el perímetro menos glamoroso de la ciudad, mientras en el metro mi deseo seguía aumentando ante el inminente encuentro sensual. París sí se merece todos sus atributos legendarios sobre el romance, pensé. Al llegar a la habitación, lo dejé esperando mientras entraba al baño a refrescarme un poco. Había sido un día caluroso, y por supuesto la ascensión al Arco del Triunfo me había dejado con un rastro de humanidad medieval que, evidentemente, no iba con este encuentro. Al salir, sentí ese calor en las entrañas que se experimenta cuando se obtiene algo deseado; estaba allí, esperando a que me decidiera. Me acerqué, y comencé a desnudarlo. Con cada capa que removía el deseo aumentaba, y ese aroma nuevo, delicioso, se intensificaba hasta un punto casi irresistible. Todo era impecable, podría decir, perfecto. Antes de descubrirlo por completo serví un poco de vino blanco, espumoso. La combinación de los estímulos debería ser delicada, pero audaz. Me tomé mi tiempo. Si esta era la única vez que habría de experimentar algo así lo habría de prolongar lo más posible. Al día siguiente continuaría mi viaje y no se sabe cuándo un viaje a Europa, a París, podría ser factible. Era una ocasión única. Lo traté con la misma delicadeza que él me ofrecía. Desde el principio sentí una explosión de emociones alegres dentro de mí, como si la media noche de año nuevo se hubiera apoderado de mi razón, y los fuegos artificiales estuvieran contenidos para luego explotar en un clímax de la conjunción de sensaciones, de sabores, de olores, incluso de recuerdos; memorias de experiencias semejantes pero que en nada igualaban la intensidad y la perfección de esta vez. La satisfacción fue total, y sin embargo, el deseo de repetir la experiencia vino de inmediato; me resistí. Fue tan perfecto que hacerlo de nuevo provocaría una comparación inútil. La sensación de permanecer deseando, aunque tormentosa, es lo que siempre me ha impulsado hacia las nuevas experiencias. Además ya era tarde y seguramente ya habrían cerrado la pastelería y el metro, y yo solamente tuve dinero suficiente para comprar un solo pastelillo de zarzamora.