26.7.11

Del alba al mediodía en La mar, de Debussy

Un muchacho, casi un niño despierta en la madrugada. El cabello despeinado, la recámara todavía llena de juguetes hechos a mano, cosas de poca importancia pero de enormísimo valor. Se asoma por la ventana, las estrellas brillan claras en el cielo. Hay algunas constelaciones que ya reconoce; Orión, por ejemplo. Se levanta de un brinco y, sin quitarse la pijama, se pone el grueso suéter de lana, los pantalones y las botas. Comienza a dar de vueltas por la casa. Sube y baja las escaleras empacando los últimos objetos imprescindibles. Se prepara un sándwich. Mientras lo muerde con fervor –todos los muchachos muerden con fervor el primer alimento de la mañana– se pone la gorra y el impermeable. Sale de su casa primero corriendo y, mientras se acerca al muelle, va adquiriendo conciencia de su alrededor, del aire fresco olor a pescado, pero pescado vivo, de algas y de sal.
El bote se divisa a como un pequeño monstruo amigable. El sonido de sus pasos sobre las maderas del muelle lo despiertan por completo a esa nueva vida. Saluda al resto de la tripulación, ahora es uno de ellos. A bordo, todos ya han comenzado sus labores, listos para zarpar. Él corre de un lado a otro cargando cuerdas, siguiendo instrucciones. El bote comienza a alejarse de tierra. El motor de la embarcación hace un ruido constante, su corazón comienza a querer salírsele del pecho. Casi no se sienten las olas, es como si se deslizara sobre el agua. Un grupo de aves parece competir con la embarcación, cruzando el cielo en el que ya se divisa un tono rosado.
El chico se asoma a babor. Corre hacia la proa, el gran gigante amarillo se comienza a divisar en el horizonte de expectativas, que anuncia un nuevo día, mientras aprueba la iniciación del ahora hombre que entorna los ojos en la proa del barco pesquero, con esa mirada –esa mirada que se ha asomado al infinito– que enmarca los pensamientos insoldables de un marinero.

25.7.11

7a. de Beethoven, 2o. movimiento

Con una sola nota baja comienzan los alientos respetables. Luego, la marcha. No hablo de la clasificación de una pieza como marcha, sino como la puesta en movimiento.
Un bosque europeo -austriaco, por obvia referencia- en un atardecer en el que languidece -languidecer, buena palabra para contextualizar el romanticismo- el verano. El verde de la hierba como alfombra de unos gigantes de negras piernas que, a lo alto, se pierden en el gris de la niebla.
Aparecen, marchando -o caminando con solemne paso- unas figuras oscuras a una distancia no tan corta. Podría ser un cortejo fúnebre. El propósito desmerece al no cargar ningún ataúd. Todo parece quedarse inmóvil ante la escena, ni una hoja se mueve de lugar.
Repentinamente aparece una doncella -otra palabra romántica- cabalgando un corcel negro. El cabello rojizo flota por la velocidad; las mejillas rosadas se encarnan mientras resisten el viento frío que las ataca. Ahuyenta el cortejo que abre paso, como cuervos asustadizos, sorprendido, de aquella visión inaudita.
Se reacomodan los ropajes y los sombreros al alejarse la negra figura, mientras corcel y doncella desaparecen en la niebla. En esos bosques, tales encuentros no son raros, pero siempre extraordinarios.
El grupo continúa su marcha, alejándose en un horizonte no tan lontano, mientras el bosque reanuda su aleteo leve de hojas e insectos.