24.5.10

La femme sans mercy

Hay días en los que mi espíritu se mengua.


Y hay otros en los que sucede exactamente lo contrario.

27.4.10

La encantadora perfección de lo no humano

Hubo una vez un hombre a quien las mujeres le fastidiaban. No, tampoco es que prefiriera los hombres; simplemente ninguna era lo suficiente. A Penélope, por otro lado, nadie le parecía mejor que Odiseo. Penélope decidió hacer un mausoleo para su amado cuando todos dijeron que había muerto. Esculpió la figura varonil perfecta, la textura de la roca simulaba una piel de una noche de abril. Ella escuchó entonces la historia de un hombre que había logrado que Afrodita le regalara una mujer hecha por él mismo, en la que depositó todas las cualidades que siempre había deseado pero nunca había encontrado. Penélope contemplaba su estatua inmóvil. No era humano. No tenía vida. Se preguntaba, ¿qué cualidades habría tenido aquél escultor que podía hacer que incluso el frío mármol se enamorara de él con tan sólo un beso, que el silencio de la perfección se tornara humano? Fue entonces cuando comenzó a tejer una mortaja, suspirando por un tal Pigmalión...

19.4.10

Hoy es uno de esos días...

...en los que Bartleby soy yo. Aunque preferiría no serlo.

25.3.10

Nada cambia: todo cambia.

...dame una prueba de tu amor: postea en tu feisbú que tienes una relación conmigo...

23.3.10

Agenda

7:30. Despertar con la dulce voz de Milla Jovovich cantando Satellite of love. Recordar los sueños que ella misma interrumpió. Ser consciente del lugar en el que estoy, la calidez de la cama, la comodidad de las almohadas.

8:00. Mentar madres inmediatamente después de reconocer mi circunstancia en el mundo, sobre todo al escuchar la estación de radio que no es de mi agrado.

8:30. Afrontar el día con valentía y la lengua amarga de café y toronja. Después del primer sorbo de café, la vida no parece tan mala.

9:00. Ducha con la selección musical más adecuada para los objetivos y los precedentes del día. Mañana, por ejemplo, podría ser Madredeus.

10:00. Encontrar la manera más hedonista de llevar a cabo las tareas del día. Más café, jazz, un asiento cómodo entre el sol y la sombra, plumas de colores, Shakespeare como cinturón de seguridad.

12:30. Sobrevivir a los vericuetos teóricos y existenciales en los que seguramente estaré atorada ya para entonces.

2:30. Vaciar mi cerebro para llenarlo de consejos sobre la moda que me harán sentir dos cosas: que no tengo mal gusto, pero que no tengo dinero.

4:30. Superar el descontento al asumir que las noticias siempre han sido malas, incompletas, parciales.

6:30. Confirmar que todos los que leen este blog prefieren no comentarlo.
6:30:03. Engañarme pensando que hay gente que lee este blog, pero que prefiere no comentarlo.

7:30. Evitar la frustración del bloqueo escriturario que seguramente a esta hora estará en el punto más algido mediante la lectura de poesía.

8:30. Mirar de frente a la noche.

9:30. Distraer la recién adquirida soltería (a pesar de casi dos años se siente todavía reciente).

10:00. Mirar durante un instante la arruga debajo del ojo que manifiesta amargura, ¿o la causa?
10:00:05. Voltear la cara para un mejor ángulo.

10:30. Escribir un aforismo que al día siguiente no estará allí.

11:00. Primer intento de dormir, fallido.
11:00:02. Autoexplicación de que ESTA NO ES MI CASA, NI MI CAMA PERO QUE LE VOY A HACER ADEMÁS NO ES TAN INCÓMODA.
11:00:08. Segundo intento de dormir, fallido.

11:30. Escuchar los rumores del futuro prometedor que cada vez se hacen más bajos.

11:45. Tercer intento de dormir, fallido.
11:45:05. Planear resolver un misterio al día siguiente.

12:00. ...
12:...
1, 2 ...
1

8.3.10

Mon amour

Como una típica historia de amor bourjois, lo conocí en los Champs Elyseés, después de la obligada visita al Arco del Triunfo. Paris no es mi ciudad; estaba allí, sola, por primera vez y lo único que me interesaba, realmente, era lo que tenía que ofrecer a la vista que no fuera nativo, sino arrebatado de otras naciones: las pinturas en el Louvre, los africanos patinando afuera de Notre Dame, la ropa de la musulmana en el metro, los italianos que comían junto a mi mesa mientras gritaban, la mujer sofisticada que paseaba el típico perrito diminuto que probablemente fuera japonesa. De Francia, como tal, lo único que me había cautivado era la sopa de cebolla y el cabernet sauvignon que tomé antes de subir al Arco. El sol se había puesto, y la gente caminaba en medio de los cafés y el barullo. Entré a Ladureé, una pastelería y restaurante que me habían recomendado. Al principio no lo noté, sólo estaba pensando en que, de comer allí, tendría que cancelar el resto del viaje por falta de fondos; tal era la suntuosidad de la decoración art noveau verde pálido del techo, las paredes y los aparadores donde exhibían los pastelillos. Las jóvenes que despachaban parecían vestidas a propósito de la servidumbre victoriana, y la anfitriona del restaurante me miraba con la altivez, la rigidez y el peinado de una institutriz de la misma época. Todo tenía un destello dorado. Me tomé mi tiempo. Si de cualquier manera me iba a costar caro, tenía el derecho a pasar mis ojos por todas las cosas que allí estuvieran. Así nomás, como el amor en la secundaria, como aquellos romances virtuales que cualquier adolescente sostiene con algún turista extranjero que se encuentra a la salida del baño del Sanborns de Coyoacán, lo vi. No estaba allí esperando a nadie, como quien tiene la seguridad de que de todos los posibles candidatos en el salón lleno de gente interesante, atractiva, él sería la opción elegida. No decía nada, sólo estaba quieto, incluso apacible. Por supuesto que a la distancia a la que me encontraba era imposible percibir su aroma, pero yo sabía que de olerlo, la seducción sería irresistible; poseía la belleza que tienen las cosas a las que se les dedica tiempo, y mucho amor. El deseo fue en aumento cuando imaginé el tiempo que podría pasar con él, desmenuzándolo, removiendo todas las capas que escondían el misterio de su esencia, el placer que ello me provocaría. Me acerqué a él y sin muchos preámbulos, nos dirigimos al hotel en el que me hospedaba en el perímetro menos glamoroso de la ciudad, mientras en el metro mi deseo seguía aumentando ante el inminente encuentro sensual. París sí se merece todos sus atributos legendarios sobre el romance, pensé. Al llegar a la habitación, lo dejé esperando mientras entraba al baño a refrescarme un poco. Había sido un día caluroso, y por supuesto la ascensión al Arco del Triunfo me había dejado con un rastro de humanidad medieval que, evidentemente, no iba con este encuentro. Al salir, sentí ese calor en las entrañas que se experimenta cuando se obtiene algo deseado; estaba allí, esperando a que me decidiera. Me acerqué, y comencé a desnudarlo. Con cada capa que removía el deseo aumentaba, y ese aroma nuevo, delicioso, se intensificaba hasta un punto casi irresistible. Todo era impecable, podría decir, perfecto. Antes de descubrirlo por completo serví un poco de vino blanco, espumoso. La combinación de los estímulos debería ser delicada, pero audaz. Me tomé mi tiempo. Si esta era la única vez que habría de experimentar algo así lo habría de prolongar lo más posible. Al día siguiente continuaría mi viaje y no se sabe cuándo un viaje a Europa, a París, podría ser factible. Era una ocasión única. Lo traté con la misma delicadeza que él me ofrecía. Desde el principio sentí una explosión de emociones alegres dentro de mí, como si la media noche de año nuevo se hubiera apoderado de mi razón, y los fuegos artificiales estuvieran contenidos para luego explotar en un clímax de la conjunción de sensaciones, de sabores, de olores, incluso de recuerdos; memorias de experiencias semejantes pero que en nada igualaban la intensidad y la perfección de esta vez. La satisfacción fue total, y sin embargo, el deseo de repetir la experiencia vino de inmediato; me resistí. Fue tan perfecto que hacerlo de nuevo provocaría una comparación inútil. La sensación de permanecer deseando, aunque tormentosa, es lo que siempre me ha impulsado hacia las nuevas experiencias. Además ya era tarde y seguramente ya habrían cerrado la pastelería y el metro, y yo solamente tuve dinero suficiente para comprar un solo pastelillo de zarzamora.

22.2.10

Modus odiernus

¡Ah, querido Rubén Darío! Las cosas son como solían ser. El estilo de hoy es el del pasado, a lo más con un giro tecnológico. ¡Ah, querido André Breton! El surrealismo ha aterrizado en los sueños más simples. Los hombres, hoy por hoy, ya no tienen epifanías ni aún en el sopor de paraísos artificiales. ¡Ah, querido Leonfe! Hemos podado las alas de los poetas aún más encantadores, para suplantarlas con prótesis de aluminio que sólo resisten vuelos dentro de la imaginación de un hombre, no de la humanidad. ¡Ah, querido Baudelaire! En las bodas de Cadmo y Harmonía los dioses se retiraron a sus aposentos olímpicos, pero, durante el romanticismo, los infantes terribles aniquilaron, una a una, las pocas criaturas mágicas que habitaban, temerosas, los rincones de bodegas abandonadas. ¡Ah, querido Shakespeare! Rosencrantz y Guildenstern han regresado de ultratumba para tomar, con su seso y elocuencia, la academia de las artes. ¡Ah, querido Coleridge! Una rosa es una rosa es una rosa de acrílico y neón, la monalisa es una italiana bigotuda o un trasvesti que devela los secretos divinos, el arte se encuentra en el baño y el baño en el museo. ¿En qué momento el hombre decidió transformar lo que era sublime y sagrado en basura arrogante?

9.2.10

Creatiophobia

No sé manejar. Una sola vez se me ofrecieron las lecciones, y tomé una en un estacionamiento de Ciudad Universitaria un solitario sábado o domingo, no lo recuerdo. A veces, mientras miro por la ventanilla del microbús, me río de los conductores que se quedan atrás por no poseer la maestría que el conductor del pedazo de chatarra que me transporta sí tiene. Sólo tres cosas son necesarias para un viaje placentero en el transporte público de esta ciudad: Un asiento que no sea demasiado incómodo -han de evitarse especialmente los asientos que quedan sobre las ruedas, sobre todo si se tiene proyectado un viaje largo-, uno de esos dispositivos reproductores con varias horas de música de su predilección y un buen par de audífonos que puedan rebasar el volumen del reggaetón o del pandashow del conductor; y finalmente, un compañero de asiento que no sea desagradable, a saber: que en caso de ser hombre no exponga sus genitales, aún cubiertos por el pantalón, como si el tener las piernas ligeramente cerradas fuera un verdadero tormento o pusiera en riesgo su fertilidad y/o masculinidad; que no sea alguien a quien una ducha diaria le sea imposible concebir; que sea alguien propio de las dimensiones humanas y no de los cetáceos; que, en caso de haber subido acompañado al susodicho transporte, se resigne a que hay un momento en que cualquier charla civilizada se verá interumpida por el espacio y el cúmulo de gente que subirá en las paradas más concurridas, y que alzar la voz y moverse de lado a lado nada mejorará; que, en caso de quedarse dormido, -actividad por demás placentera sobre todo en las horas más tempranas o a la hora de más tráfico- se mantenga en las dimensiones espaciales que ha cubierto su pasaje y no en las del nuestro. El asunto es que, por difícil que parezca, yo me siento muy cómoda la mayoría de las veces que viajo en el transporte que conduce alguien más, y me es muy natural observar, comentar, criticar e incluso reprobar la forma en que otros manejan. Si hay alguien que debería dar cursos para posibles conductores es un peatón profesional como yo, de preferencia chilango; nuestra especie ha tenido que sobrevivir a los desdeños de nuestra condición por parte de quien abre caminos, contruye puentes, intenta conservar las viejas vías. Pero, con todo ese conocimiento teórico y empírico desde afuera, ¿podría yo conducir tanto con la destreza que exige esta ciudad como con la civilidad que le exijo actualmente a los conductores? es un misterio que no será desvelado hasta que, finalmente un día en medio de la desesperación y la emergencia, u otro sábado o domingo tranquilo y solitario, vuelva yo a tomar un volante y me integre a una de las arterias del corazón congestionado de esta ciudad y tal vez, con un poco de suerte, pruebe las mieles de la velocidad.

18.1.10

La vacuidad del arbol dividido

Las palabras solían ser más determinantes que las espadas. Una palabra dictaminaba, incluso, el destino de un pueblo; ya no digamos de un individuo. Y, así como en la música, el silencio también tenía su lugar, su significado, su aplastante polisemia. La conjunción perfecta de ambos veía nacer el vehículo más eficaz para todo aquello que el humano quiere transmitir, inútilmente, a otro humano, para crear un lazo, para salir de sí mismo, en fin, para no saberse absolutamente solo; es decir, el poema. ¿Cómo llegó este momento en el que, 3000 palabras no tienen ningún contenido -significado, pues, señor Ferdinand; un no es un sí, un sí es un quizá, un quizá es no y así al infinito; los para siempres y los nuncas se empiezan a oxidar en cuanto son pronunciados; las palabras se recortan hasta un extremo ridículo como reflejo también del recorte de ideas, de individualidad, de espíritu y de cojones? ¿Dónde está la poesía y los manifiestos, querido Apollinaire, respetable público, atento lector? En el momento en el que no intentemos la poesía más, condenaremos a muerte todo lo que nos sublima como humanos, y sólo nos quedará el claxon histérico de la hora pico, el repiqueteo de la maquinaria industrial, los gritos que semejan gemidos en la televisión, los discursos políticos, los estallidos de las bombas no sofisticadas, y el silencio atronador del incorforme domeñado.