25.7.11

7a. de Beethoven, 2o. movimiento

Con una sola nota baja comienzan los alientos respetables. Luego, la marcha. No hablo de la clasificación de una pieza como marcha, sino como la puesta en movimiento.
Un bosque europeo -austriaco, por obvia referencia- en un atardecer en el que languidece -languidecer, buena palabra para contextualizar el romanticismo- el verano. El verde de la hierba como alfombra de unos gigantes de negras piernas que, a lo alto, se pierden en el gris de la niebla.
Aparecen, marchando -o caminando con solemne paso- unas figuras oscuras a una distancia no tan corta. Podría ser un cortejo fúnebre. El propósito desmerece al no cargar ningún ataúd. Todo parece quedarse inmóvil ante la escena, ni una hoja se mueve de lugar.
Repentinamente aparece una doncella -otra palabra romántica- cabalgando un corcel negro. El cabello rojizo flota por la velocidad; las mejillas rosadas se encarnan mientras resisten el viento frío que las ataca. Ahuyenta el cortejo que abre paso, como cuervos asustadizos, sorprendido, de aquella visión inaudita.
Se reacomodan los ropajes y los sombreros al alejarse la negra figura, mientras corcel y doncella desaparecen en la niebla. En esos bosques, tales encuentros no son raros, pero siempre extraordinarios.
El grupo continúa su marcha, alejándose en un horizonte no tan lontano, mientras el bosque reanuda su aleteo leve de hojas e insectos.