17.3.13

Lección de Lingüística, tercera parte


¿Ha notado usted cómo en los últimos tiempos el vocativo ha perdido su uso casi por completo, exceptuando quizás las madres que insisten en interrumpir las actividades filiales con un grito que va más allá de la capacidad humana, especialmente si se trata de una casa de dos pisos, para llamar a los críos a comer? Es un verdadero lío explicarles el caso vocativo a los alumnos de etimologías, cuando también difícilmente aprehenden el nominativo.

Pareciera que el acusativo ha triunfado más allá de la morfología en el español actual. Para demostrarlo, solo basta con poner atención en el habla de la gente –estuve a punto de escribir coloquial, pero ya se han visto casos en el “habla culta” o por lo menos en lo que nos quieren hacer creer que es un modelo–, y la manera exacerbada en que utiliza el pronombre reflexivo, como si todo se les hiciera a ellos, todo es personal: “Te me desesperas muy rápido”; “Me desayuné muy temprano”; o el terrible “Díceselo” – del que ni siquiera estoy segura de la ortografía.

Por otro lado, los textos académicos que evitan, a toda costa, afirmar algo en primera persona. Yo misma latigueo a mis alumnos cuando empiezan un ensayo por el famosísimo “Yo creo que…” –claro, que no tanto como cuando empiezan con “Bueno,…”. Debe haber un punto en el que se tenga la autoridad suficiente como para poder afirmar algunas cosas desde la primera persona, y del singular. El plural es todavía más molesto: no se sabe si la persona que escribe –o habla– es como un esquizofrénico tipo Gollum. El  peor de los casos, esas personas que siempre van de dos en dos –y que generalmente tienen una relación romántica, de amistad, o me han tocado ya los hermanos que todo el tiempo están juntos– que se les hace imposible narrar cualquier actividad en singular, lo que, además de hacer patente la soledad de uno que escucha, disuelve la personalidad del emisor.

Es evidente, pues, que  tenemos miedo a invocar. Por muy absurdo que esto parezca. Llamar en auxilio era lo que hacían los poetas para iniciar sus textos, encomendándose a las musas. Se invocan los derechos establecidos por las leyes, por la razón; cosas poco desdeñables. ¿Qué pasa cuando escribo sin nominar, sin invocar, tirando la carta en la botella al mar sin esperanza alguna de que sea encontrada y abierta, leída y que de alguna forma sea contestada? La réplica más rápida podría ser el caso de los diarios; sin embargo, un diario –así funcionan– son registros personales, en cuyo caso el mismo autor es el receptor del mensaje embotellado. Y si creemos en eso de que elmismohombrenocruzaunríodosveces, está lista la respuesta. Siempre hay la expectativa de un lector, aunque sea un instante; luego, elaboramos los mensajes con cierta predisposición hacia ese posible receptor. Algún guiño, consciente o no, tendrá el discurso. Tú lo sabes.

14.3.13

Lección de Lingüística, segunda parte


La lengua, concebida como un sistema de representaciones que podemos considerar organizado, cumple un número de funciones limitadas, según Jakobson, por la focalización del elemento predominante en el circuito de la comunicación. Fuera de la función emotiva (concentrada en el emisor), la referencial (contexto) y la apelativa (receptor), las demás hablan per se del acto comunicativo: la fática, metalingüística y poética. Es mucho esfuerzo. La función más enigmática, contrario a lo que románticamente pudiera parecer, no es la poética, sino la fática. Consiste en comprobar que se ha establecido el canal de comunicación. Podríamos reducirlo a una cuestión física –si yo digo algo en voz alta en mi casa, difícilmente me escuchará mi madre, en la suya. Peor aún si se habla –o se hace el intento- con los muertos. Los ausentes no escuchan, y es precisamente porque han decidido –o se ha decidido por ellos- no estar. Entonces nos inventamos otros medios: el telégrafo, el teléfono, y otros teles que aunque no lo lleven en el nombre establecen la distancia en sus significados, entre emisor - receptor. A la distancia, me comunico. No queda claro si esto establece también una "sensación" de cercanía.

Esto plantea, al menos, dos problemas: El famoso “Te digo a ti, Juan, para que tú escuches, Pedro” y lo que se puede englobar, un poco arbitrariamente, en la cuestión epistolar.

Las cartas –y sus versiones contemporáneas (correos electrónicos, mensajes en texto por diferentes vías)- generalmente tienen destinatarios precisos. Es imposible –o al menos mi conocimiento tecnológico no llega a saberlo- mandar un mensaje de texto al aire, y que quiensea lo lea. Las cartas por correo “tradicional” deben llevar un destinatario o serán devueltas al remitente. Pero existen las cartas en botellas que, generalmente escritas por náufragos desesperados, arrojan a la mar infinita con la esperanza de que alguno, quiensea, las lea y actúe consecuentemente. ¿No hacemos eso cuando tuiteamos, actualizamos nuestro estado o publicamos cualquier cosa en la internet? ¿No será que la mayoría de los libros publicados a lo largo de toda la historia de la humanidad son botellas al mar? Y digo la mayoría porque,  como bien sabemos, hay algunos que también tienen destinatarios específicos, mentados o no en dedicatorias, o como en las famosas “etiquetas”.

El escritor que centra su texto en el receptor es desdeñado por la literatura porque precisamente desplaza a la función poética por la apelativa –íntimamente relacionada con la propaganda y la publicidad– dejando en segundo plano los procedimientos estéticos que en teoría deberían de ser su razón de existir. ¿Qué pasaría si un escritor focalizara el texto en saber si se le está leyendo; o, mejor dicho, en saber si está logrando comunicar algo? ¿Se le desdeñaría igualmente por el simple hecho de que su texto se puede reducir a "¿Me escuchas?"

La mayoría de los hablantes de una lengua tienen por sentado que, si el receptor posee la misma, la comunicación será factible, realizable. Los poetas saben que esa lengua es defectuosa y que no logra comunicar lo que se intenta en su estado “natural”; los científicos la desprecian por completo y se han inventado el lenguaje de las matemáticas para ello; (los lingüistas dudan secretamente que la comunicación sea posible del todo) y el resto nos inventamos otros medios, tal vez más burdos, desorganizados, imprecisos, en persecución de ese afán cruel: recurrimos a otras lenguas, manoteamos, insertamos emoticones, enviamos flores, suspiramos y fruncimos el ceño. La comunicación escrita funciona de una manera mucho más compleja. ¿Cómo comprobar el canal? ¿La botella del náufrago es abierta y leída su carta? ¿Se entiende que es una carta de náufrago?