8.8.11

Nocturno 1, Chopin. La señora de las medias de seda.

La luz naranja del atardecer entra en línea directa por la ventana de la recámara; sin embargo, su espesor lo inunda todo, calienta la madera que intensifica su aroma y se mezcla con los jazmines tempranos de mi perfume. Las partículas de polvo, lejos de ser molestas, hoy son parte de la belleza de este momento. Semidesnudez. Es así como nos encontramos ahora, por suerte. Muchos han tenido que enfrentarse, completamente desnudos, a su destino fatal. Ni siquiera hablo de ropa. ¿Cuántas personas serán capaces de verse a sí mismos tal como son, así, desnudos? Hoy, más que nunca, el mundo voltea la mirada, no por pudor, sino vergüenza auténtica.
Mi rutina era simple, pero elaborada y absolutamente constante. Retocar el peinado, cuando no tocaba la usual visita al salón. Tratar de quitar un poco del olor a humano que nos recuerda nuestro apego a este cuerpo que así, es lamentable. El perfume que con sólo un par de gotas duraría varias horas, sublimando lo que la feminidad debe resaltar: cuello alargado, pechos turgentes, entrepierna recóndita. Lencería hecha a la medida, de los mejores materiales. Ah, y las medias de seda ajustadas con el liguero. Vestido, tocado, zapatos y guantes. Un poco de colorete para esos días pálidos que agonizaban entre conciertos y cenas importantes.
Tuve un marido. Murió al poco tiempo que comenzara esta guerra absurda. Creo que todas lo son. Hasta es absurdo decirlo. Gustaba desvestirme con aún más cuidado del que yo ponía al ataviarme, como si fuese un ritual innecesario pero que mantenía la civilidad de los encuentros íntimos. Civilidad que ahora también se ha perdido, junto con la ilusión de esa intimidad que se posa alrededor de dos amantes abrazados, solos, sudorosos y que, sin tener encima más que una sabana, se sienten más arropados que con las mejores pieles que llegué a poseer.
Tal vez si hoy recuperara alguna de esas medias, de esas pieles, sentiría que recupero la dignidad de señora que alguna vez fui. Tapar de la mejor forma esta vergüenza, que a la luz del atardecer se hace un poco más soportable al reconocer en el horizonte un anochecer largo y silencioso en que, al fin, podemos no mirarnos a los ojos, hacer como que no vemos, como al inicio de este desastre que ha traído la ruina de esta ciudad, de este país, de la humanidad, de mí misma.

Leipzig, Mayo de 1945.