18.1.10

La vacuidad del arbol dividido

Las palabras solían ser más determinantes que las espadas. Una palabra dictaminaba, incluso, el destino de un pueblo; ya no digamos de un individuo. Y, así como en la música, el silencio también tenía su lugar, su significado, su aplastante polisemia. La conjunción perfecta de ambos veía nacer el vehículo más eficaz para todo aquello que el humano quiere transmitir, inútilmente, a otro humano, para crear un lazo, para salir de sí mismo, en fin, para no saberse absolutamente solo; es decir, el poema. ¿Cómo llegó este momento en el que, 3000 palabras no tienen ningún contenido -significado, pues, señor Ferdinand; un no es un sí, un sí es un quizá, un quizá es no y así al infinito; los para siempres y los nuncas se empiezan a oxidar en cuanto son pronunciados; las palabras se recortan hasta un extremo ridículo como reflejo también del recorte de ideas, de individualidad, de espíritu y de cojones? ¿Dónde está la poesía y los manifiestos, querido Apollinaire, respetable público, atento lector? En el momento en el que no intentemos la poesía más, condenaremos a muerte todo lo que nos sublima como humanos, y sólo nos quedará el claxon histérico de la hora pico, el repiqueteo de la maquinaria industrial, los gritos que semejan gemidos en la televisión, los discursos políticos, los estallidos de las bombas no sofisticadas, y el silencio atronador del incorforme domeñado.