8.12.15

Espiral decembrina

La línea recta no existe. No existe una ruta corta entre un punto y otro, porque esos puntos tampoco existen. Son ficticios, teóricos. No sé cuándo nos vino el afán de separar, de dividir, de analizar hasta un grado casi irreparable la vida. Quizá cuando empezamos a celebrar los cumpleaños, a conmemorar los aniversarios luctuosos, a inventariar las efemérides en el homenaje de los lunes, los años nuevos. Las cosas no empiezan cuando uno nace, ni terminan cuando se muere. No.
El círculo es imposible. Las cosas nunca vuelven a ser como eran, por más que volvamos al origen. La casa donde se vivió la infancia es ahora más chica, ni qué decir de los zapatos con los que íbamos a las clases de la primaria. No se puede empezar de cero nunca. Siempre hay algún antecedente. Nuestro cuerpo se llena de cicatrices y de arrugas. El cerebro empieza a hacer conexiones insólitas con la experiencia. Siempre hay un asombro.
Siempre hay novedad, sorpresa. No finjamos, vamos improvisándolo todo. Hay cosas, situaciones, que nos son familiares. Quizá para combatir la incertidumbre celebramos navidades, cumpleaños, con ciertos procedimientos fijos, para no nadar en un mar borrascoso que no parece tener costa. Hay coincidencias que nos hacen creer, a veces, que lo hemos visto todo, que la vida es una broma. No es así. Tampoco todo es nuevo siempre, no seamos cínicos.
¿Y si la única opción verdadera fuera una espiral? Y nuestras vidas, ¿espirales que se intersecan, coyunturas fortuitas, unas veces dolorosas, otras dichosas? Colisiones que modifican el sino, como golpes de clavecín en las cuerdas de los recuerdos, como caídas de yunques tan sólidos como en las caricaturas, como quien aplaude en los Alpes, como masaje cardiopulmonar a un zombi. Siempre hay un antecedente. Pero también se sigue, se sigue dando aparentes vueltas. Vueltas a la esquina, vueltas a la página. Siempre hay un asombro.

24.6.15

El rescate



Un día pensé que moriría de frío. Pero ese fue el día que conocí al amor de adeveras.

Y es que, verás, vengo del norte, del desierto. Y en el desierto no vive la gente cálida; de ahí venimos los de sangre fría, que en invierno se nos parten las mejillas del sol y de lo seco.

Me soltaron en la noche  del bosque. La lluvia nunca ha sido buena conmigo. Allí, temblando entre todo ese verde sentí que me moría. Llovía y llovía, y el pasto se hacía lodo y yo ya no sabía si llovían las nubes o llovían los árboles o yo misma, lo que me asustaba en sobremanera. Yo no había llorado nunca contra el cielo. Y ahí estaba yo, toda empapada, temblando hasta en las tripas, cuando se vió la rayita amarilla del amanecer. Ahí mismo me desplomé, caí de rodillas. El sol, el único que me había seguido hasta aquí, me rescató. Con su sonrisa espantó a todas, toditas las nubes, y me abrazó.

Los príncipes azules qué, niña; espera a tu rey amarillo todos los días.