22.2.10

Modus odiernus

¡Ah, querido Rubén Darío! Las cosas son como solían ser. El estilo de hoy es el del pasado, a lo más con un giro tecnológico. ¡Ah, querido André Breton! El surrealismo ha aterrizado en los sueños más simples. Los hombres, hoy por hoy, ya no tienen epifanías ni aún en el sopor de paraísos artificiales. ¡Ah, querido Leonfe! Hemos podado las alas de los poetas aún más encantadores, para suplantarlas con prótesis de aluminio que sólo resisten vuelos dentro de la imaginación de un hombre, no de la humanidad. ¡Ah, querido Baudelaire! En las bodas de Cadmo y Harmonía los dioses se retiraron a sus aposentos olímpicos, pero, durante el romanticismo, los infantes terribles aniquilaron, una a una, las pocas criaturas mágicas que habitaban, temerosas, los rincones de bodegas abandonadas. ¡Ah, querido Shakespeare! Rosencrantz y Guildenstern han regresado de ultratumba para tomar, con su seso y elocuencia, la academia de las artes. ¡Ah, querido Coleridge! Una rosa es una rosa es una rosa de acrílico y neón, la monalisa es una italiana bigotuda o un trasvesti que devela los secretos divinos, el arte se encuentra en el baño y el baño en el museo. ¿En qué momento el hombre decidió transformar lo que era sublime y sagrado en basura arrogante?

9.2.10

Creatiophobia

No sé manejar. Una sola vez se me ofrecieron las lecciones, y tomé una en un estacionamiento de Ciudad Universitaria un solitario sábado o domingo, no lo recuerdo. A veces, mientras miro por la ventanilla del microbús, me río de los conductores que se quedan atrás por no poseer la maestría que el conductor del pedazo de chatarra que me transporta sí tiene. Sólo tres cosas son necesarias para un viaje placentero en el transporte público de esta ciudad: Un asiento que no sea demasiado incómodo -han de evitarse especialmente los asientos que quedan sobre las ruedas, sobre todo si se tiene proyectado un viaje largo-, uno de esos dispositivos reproductores con varias horas de música de su predilección y un buen par de audífonos que puedan rebasar el volumen del reggaetón o del pandashow del conductor; y finalmente, un compañero de asiento que no sea desagradable, a saber: que en caso de ser hombre no exponga sus genitales, aún cubiertos por el pantalón, como si el tener las piernas ligeramente cerradas fuera un verdadero tormento o pusiera en riesgo su fertilidad y/o masculinidad; que no sea alguien a quien una ducha diaria le sea imposible concebir; que sea alguien propio de las dimensiones humanas y no de los cetáceos; que, en caso de haber subido acompañado al susodicho transporte, se resigne a que hay un momento en que cualquier charla civilizada se verá interumpida por el espacio y el cúmulo de gente que subirá en las paradas más concurridas, y que alzar la voz y moverse de lado a lado nada mejorará; que, en caso de quedarse dormido, -actividad por demás placentera sobre todo en las horas más tempranas o a la hora de más tráfico- se mantenga en las dimensiones espaciales que ha cubierto su pasaje y no en las del nuestro. El asunto es que, por difícil que parezca, yo me siento muy cómoda la mayoría de las veces que viajo en el transporte que conduce alguien más, y me es muy natural observar, comentar, criticar e incluso reprobar la forma en que otros manejan. Si hay alguien que debería dar cursos para posibles conductores es un peatón profesional como yo, de preferencia chilango; nuestra especie ha tenido que sobrevivir a los desdeños de nuestra condición por parte de quien abre caminos, contruye puentes, intenta conservar las viejas vías. Pero, con todo ese conocimiento teórico y empírico desde afuera, ¿podría yo conducir tanto con la destreza que exige esta ciudad como con la civilidad que le exijo actualmente a los conductores? es un misterio que no será desvelado hasta que, finalmente un día en medio de la desesperación y la emergencia, u otro sábado o domingo tranquilo y solitario, vuelva yo a tomar un volante y me integre a una de las arterias del corazón congestionado de esta ciudad y tal vez, con un poco de suerte, pruebe las mieles de la velocidad.