Un día pensé que
moriría de frío. Pero ese fue el día que conocí al amor de adeveras.
Y es que, verás, vengo
del norte, del desierto. Y en el desierto no vive la gente cálida; de ahí
venimos los de sangre fría, que en invierno se nos parten las mejillas del sol
y de lo seco.
Me soltaron en la noche del
bosque. La lluvia nunca ha sido buena conmigo. Allí, temblando entre todo ese
verde sentí que me moría. Llovía y llovía, y el pasto se hacía lodo y yo ya no
sabía si llovían las nubes o llovían los árboles o yo misma, lo que me asustaba
en sobremanera. Yo no había llorado nunca contra el cielo. Y ahí estaba yo,
toda empapada, temblando hasta en las tripas, cuando se vió la rayita amarilla
del amanecer. Ahí mismo me desplomé, caí de rodillas. El sol, el único que me
había seguido hasta aquí, me rescató. Con su sonrisa espantó a todas, toditas
las nubes, y me abrazó.
Los príncipes azules
qué, niña; espera a tu rey amarillo todos los días.