I
La primera vez que entré en un salón
de clases como profesora de preparatoria -ya había terminado la universidad-
puse mis libros sobre el escritorio y, mientras esperaba que se sentaran, un
alumno se acercó a tratar de ligarme. Pensó que era alumna. Después, ese mismo
alumno intentó dejar la prepa para dedicarse exclusivamente al fútbol; lo
persuadí para que no lo hiciera. Terminó la prepa, jugó en el Monarcas, es
ingeniero y tiene un hijo. Ah, y fue la estrella en la adaptación de _La verdad
sospechosa_ que montamos en el mismísimo Teatro Juan Ruiz de Alarcón en CU.
II
Una alumna quería leer pero no le
compraban libros porque "es una pérdida de dinero". Cuando les di una
lista de lecturas para Lite Universal -de la que tenían que escoger un libro
por unidad, y en cada una venían tres a cinco sugerencias- les dijo a sus
padres que tenía que comprar TODOS, que la maestra era muy exigente y si no los
leía iba a reprobar. Al año siguiente, en Lite Hispanoamericana, hizo lo mismo. Los papás querían hablar conmigo. La
alumna me contó lo que les había dicho, y yo seguí el juego -sabía que el
dinero no era problema, pues. Ese día hasta me fui vestida como institutriz del
siglo XIX, saqué a relucir la arruga del entrecejo y usé mi voz más grave y el
dedo índice derecho más que nunca. De no tener ninguno, la alumna se hizo de
una bibliotequita de 50 libros.
III
Cuando daba clases de inglés me
tocó un grupo con solo cinco tenientes, hombres. Las primeras clases fueron muy
tensas. Ellos, pienso, dudaban de mi capacidad como profesora. Luego me
escucharon hablando inglés con mis colegas y al menos se dieron cuenta que
sabía el idioma. Luego, como era el nivel introductorio, llegó la clase en la
que rompimos el hielo: Entré al salón, y con una sonrisita empecé tal cual
decía el Lesson plan: ‘The goal for today’s class is to learn commands. Please
repeat: Commands.’ Agregué, casi para mí: ‘Boy, you’re gonna love’em.’ Pasé media
hora viendo cómo se daban órdenes entre ellos y siguiéndolas, del tipo: Stand
up, sit down (una y otra vez), jump in one foot, touch your ears, etc. etc.,
muertos de la risa, los gorros sobre la mesa, con sus uniformes apretados y
arrugados. A partir de allí, me recibían siempre con una sonrisa, la espalda
recargada en la silla.
IV
Lo juro por Zeus: tuve un alumno Mara Salvatrucha. Y también
reprobó. Pero me dijo cuáles rutas de transporte no tomar, qué zonas nunca
visitar. Leyó, y le gustó, Gargantúa y
Pantagruel.
V
La primera vez que di clases a un grupo de adultos era una
chamaca de 18 años, con el corazón roto y con la ilusión de entrar a la
Universidad; trabajaba en una biblioteca y en mis ratos libres hacía ejercicios
de gramática y aprendía palabras que repetía en planas. Los alumnos eran
estudiantes de la maestría en Ciencias de la Educación, y necesitaban a alguien
que les enseñara redacción e inglés por casi nada. Les cobraba 20 pesos la
hora, pero de allí aprendí casi todo lo que sé sobre pedagogía, psicología, el
SNTE, la CNTE, la SEP, el sistema educativo y sus linduras. Yo les hubiera
pagado a ellos.
VI
Posiblemente la primera clase que di en mi vida fue a los 10
años, en la primaria. La maestra que había llegado al final del sexto año de primaria
no sabía bien cómo controlarnos, ni sabía muy bien la historia de México. Yo me
la sabía porque mi hermana, que ya había entrado a la universidad, me la
contaba cada vez que no podía dormir por las pesadillas o los miedos infantiles
en la noche, en vez de los cuentos tradicionales. Era el tiempo en que los
maestros obligaban a los alumnos a aprenderse fechas, nombres, lugares, y
hechos de memoria, por lo que mi hermana era una experta en el descubrimiento
del águila y la serpiente, las revueltas de la independencia y el inicio de la
revolución –mi pasaje favorito era el del pípila. Mi maestra de sexto se
confundía y desesperaba porque no le poníamos atención, así que yo pasé al
frente a contarlo, como lo hacía mi hermana: como un cuento tranquilizador.
VII
Es seguro que mi abuela fue quien me indujo a ser maestra.
Ella trabajó 60 años –empezó cuando tenía catorce– y casi siempre le asignaban
el primer año. Era buenísima para enseñar a leer y escribir. De las pocas veces
que la vi sonreír –era una señora que traía el desierto en las venas, era de Durango,
pues– fue cuando le dije que estaba dando clases. ‘¿De qué?’, me preguntó
mientras adivinaba mi silueta frente a ella –ya había perdido la vista casi
completamente. ‘De literatura, abu.’ Y allí mismo presencié un milagro. ‘Enséñales
a leer bien’ me comisionó.
VIII
Hay dos o tres formas para maravillarse cotidianamente. Una
es a través del arte: Leer un poema, escuchar una canción, ver una pintura,
bailar, ir a la cinemateca; la segunda, es atestiguar el instante exacto en el
que a un alumno le cae un veinte en clase; la tercera, por supuesto, es
descubrirse enamorado.
IX
De niña no me gustaba jugar a la escuelita. Ni siquiera si
yo la hacía de maestra. Ahora tampoco me gusta jugar a la escuelita. Ni
siquiera si la hago de alumna.
X
Es como andar en arenas movedizas, o navegar la mar sin
mapas, únicamente con el conocimiento que se tiene de las estrellas. El futuro
siempre es incierto, y dicen que está en nuestras manos. Enseñar tiene
encerrado un misterio dentro de su significado, paradójicamente. Ningún día es
igual a otro, y cada día es como subirse a una montaña rusa. Es
intelectualmente desafiante y proporcionalmente gratificante. Detona la
creatividad y la empatía. Es la promesa de Sísifo y la recompensa de Prometeo. No
cambiaría ser maestra por nada en el mundo.
XI
Los maestros no somos nadie hasta que un alumno es alguien.
XII
Una “colega”, profesora de Biología en preparatoria,
explicaba por qué los “adultos” no se pueden comunicar con los “adolescentes”:
Según unos términos evolutivos que no sé de dónde sacó, el cerebro adolescente
es muy diferente al de los adultos, porque “aún no se ha desarrollado
completamente y están más cerca de ser primates que humanos”, dijo escupiendo
amargura. Otro día, durante un receso, me platicó cómo no había podido
encontrar un puesto donde “realmente pudiera desarrollar sus capacidades
profesionales”. Siguió siendo maestra durante muchos años. Los alumnos
aprendían bien la biología, pero ninguno la escogió como profesión.
En esa misma escuela, había un profesor de Matemáticas cuya esposa
también era profesora, pero de preescolar, y cuya influencia en el marido era
totalmente notoria y benéfica. Jugaba fútbol y básquetbol con los alumnos; en
sus clases los alumnos de repente gritaban de emoción cuando resolvían un
problema. Nadie se dedicó a las matemáticas puras, pero varios alumnos
estudiaron ingenierías; y nadie, pero nadie, odiaba las mates.
XIII
Un alumno que evita un error ortográfico que solía cometer;
un alumno que por primera vez lee un libro completo; un alumno que se da cuenta
de que no toda la poesía es de amor cursilón; un alumno que empieza a preguntar
por qué; un alumno que te lleva la contraria con argumentos fundamentados; un
alumno que te pregunta algo de tu clase que no sabes; un alumno que escribe un
ensayo que ya quisieras haber escrito tú; un alumno que disfrutó de tu clase;
un alumno que le explica a sus otros compañeros lo que enseñaste las clases
pasadas; un alumno que cambió una conducta negativa; un alumno que se sintió
mejor y más completo después de aprender algo en tu clase –aun cuando sea ajeno
a la asignatura; un alumno que usó algo de lo que le enseñaste en su desempeño
profesional. Así deberían de desglosar mis cheques de pago.
XIV
Ojalá la vida fuera tan difícil como ser alumno y tan fácil
como ser profesor.
XV
Soy maestra porque me gusta aprender; soy maestra porque he
escogido el salón de clases como mi trinchera; mis actos terroristas consisten
en sembrar ideas que exploten en la cabeza de mis alumnos. Soy maestra porque
los alumnos son el termómetro de lo que pasa en el mundo real. Soy maestra
porque me gusta serlo: se siente bien, todos deberían intentarlo alguna vez.